September

Octubre

Cultivando La Función Emocional

La elaboración de vino a partir de la uva representa la transformación más radical de nuestro ciclo anual. El resultado final es tan diferente de la materia prima original que nunca podríamos adivinar que el complejo y agradable líquido que bebemos alguna vez fue un racimo de uvas agrias. Nuestro objetivo con la agricultura interior es igualmente radical: no un ligero cambio o alteración menor de nuestro carácter, ni siquiera eliminar con éxito un hábito u otro, sino una transformación fundamental de lo que llamamos «Yo». Esto requiere muchas condiciones, algunas internas, otras externas, y el agente externo más valioso que puede facilitar esta transformación es el sufrimiento.

Por naturaleza, nuestra Esencia no puede tolerar el sufrimiento. Cuando somos apenas niños en Esencia, sollozamos y gritamos ante la más mínima decepción. Si se nos niega lo que queremos, o si se retrasa ligeramente el apaciguamiento de nuestra hambre, o ante la perspectiva del más mínimo malestar, damos expresión inmediata y desenfrenada a nuestro dolor. Todavía tenemos que comprender que la vida no puede satisfacer todas nuestras necesidades y deseos, especialmente en el momento en que lo deseamos. Enfrentarnos con las exigencias y expectativas de la vida tarde o temprano nos enseñará esto, pero la Personalidad que formaremos como resultado sólo parece colocarnos en una mejor posición para manejar el sufrimiento. Todavía expresamos todas nuestras decepciones, excepto que ahora lo hacemos de una manera más sofisticada y socialmente aceptable. Manifestamos nuestro disgusto mediante la expresión de emociones negativas.

Las emociones negativas abarcan toda la gama de ira, irritación, frustración, celos, miedo, aprensión, culpa, melancolía y similares. El desafío de la identificación mencionado en septiembre se expresa con mayor fuerza en la tentadora manifestación de estos sentimientos. En otras palabras, vienen con el sentido más fuerte de «Yo». Parecen genuinos y su expresión parece justificada porque parecen surgir como una respuesta natural al sufrimiento que se nos inflige. Alguien me insulta, por lo tanto me siento justificado al expresar mi enojo o dolor. Esperaba algo que no sucede, por lo tanto me siento justificado al expresar mi decepción. Hice un esfuerzo en favor de otra persona sin que me lo agradecieran, por lo tanto me siento justificado en protestar por esta injusticia. Si bien estos ejemplos pueden en efecto ocurrir, una observación cuidadosa revelará que sólo representan una fracción de los estímulos para la expresión de nuestra negatividad. La inmensa mayoría de nuestras emociones negativas en realidad no representan reacciones a ninguna pérdida o desgracia externa real; son estimuladas por nuestra imaginación: una sensación crónica de sentirnos inadecuados, miedo a catástrofes imaginarias, aburrimiento por realizar tareas inútiles, incredulidad de que nuestros esfuerzos darán frutos, preocupación por los acontecimientos mundiales, etc. Hasta que estas desgracias realmente sucedan, nuestra mente nos tortura con la ilusión que éstas ya tienen, estimulando la expresión de la negatividad. Como consecuencia, vivimos por defecto en un estado casi permanente de negatividad, independientemente de si es provocado por una ilusión o un estímulo legítimo.

Que nuestro estado interno caiga por defecto en la negatividad no tiene sentido, a menos que esto sirva a un motivo ulterior. En realidad, la indulgencia injustificada hacia las emociones negativas sigue el mismo patrón de despilfarro indiscriminado discutido en marzo y es, con mucho, nuestra mayor fuga. Hasta que no tapemos su expresión, no podremos acceder a los registros superiores de nuestra función emocional. Por tanto, Octubre nos invita a observar las emociones negativas habituales que nos caracterizan y a romper con nuestra identificación con ellas. Aquí, pasar de la teoría a la práctica resultará sorprendentemente difícil. La ira y las quejas estallan tan rápidamente, la melancolía y la autocompasión se manifiestan tan sutilmente, que cuando nos damos cuenta de que han estado drenando nuestra energía más fina, gran parte de ella ya se ha desperdiciado. Para tener una oportunidad de una no-expresión oportuna, debemos captar nuestra negatividad en tiempo real, y la mejor manera de hacerlo es provocarla voluntariamente.

Colóquese en una situación que estimule de manera segura la negatividad. Llame a una persona que normalmente le causa molestia, o entable una conversación con un colega que habitualmente evita, o charle con el dependiente de la tienda que parece poco amigable y que no merece su atención. El objetivo es provocar una interacción que realiza habitualmente en estado de identificación y recrearla conscientemente. Colocarse voluntariamente en tal situación cambia su relación con la fricción resultante. Ya no es usted una víctima, está asumiendo activamente la responsabilidad de su parte en la interacción, lo que destruye la justificación detrás de su disgusto, permitiéndole resistir más fácilmente su expresión.

La práctica adecuada de este esfuerzo crea un ambiente interno notablemente energético. Nuestro paisaje interior se divide en dos: la parte reactiva y la parte que observa. Es un equilibrio delicado y el practicante inexperto indudablemente caerá en uno u otro lado de esta cuerda floja: por un lado, la conciencia de habernos colocado voluntariamente en una situación incómoda, y por el otro, mortificarse por el aspecto autotorturador de este esfuerzo. En todo momento debemos tener presente que el sufrimiento voluntario es sólo un medio para crear esta poderosa separación. Demuestra que nuestra negatividad es un desperdicio continuo de energía que se aferra a cualquier excusa externa. Confirma cómo esta energía, redirigida, puede transformar nuestro sentido de «Yo» de las emociones habituales que experimentamos en algo completamente diferente. Todo lo que necesitamos es un momento de transformación exitosa para verificar el profundo potencial de la no expresión de la negatividad. Ningún otro esfuerzo interno puede diferenciar tan claramente a nuestro observador de lo que observamos, lo real en nosotros distinto de lo artificial.

El retorno a la Esencia, como nos vamos dando cuenta, no es cuestión de buscar la paz interior. Este es uno de los mayores fallos de la espiritualidad contemporánea. Depende de nuestra capacidad de contener la presión sin que se fugue a través de los conductos habituales de negatividad. El consiguiente ambiente interno genera emociones de un orden completamente diferente a aquellas a las que estamos acostumbrados, una cosecha que no puede aparecer por accidente por la misma razón por la que las uvas no pueden convertirse accidentalmente en vino. La no expresión de la negatividad desarma a la Personalidad y obliga a la Esencia a crecer. Volvemos, no al niño que sollozaba y lloraba que solíamos ser, sino a un ser completamente nuevo y preñado con un inmenso potencial. Si crece lo suficiente, si el esfuerzo de transformación persiste el tiempo suficiente, la Esencia recuperará el lugar que le corresponde en nuestro paisaje interno: el estatus de Amo.

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La Función Emocional tal como nos es dada por la Naturaleza

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