Esta enseñanza no puede arraigarse en un aula, como tampoco se puede dominar la agricultura sin pisar el campo. Su práctica trae realizaciones que se vuelven parte de nuestra comprensión. Y cuando varios practicantes trabajan juntos, sus experiencias y observaciones conjuntas abren una dimensión inexistente para quienes trabajan solos. El todo se vuelve mayor que la suma de sus partes.
Una vez, en Shanghai, me recibió alguien a quien conocía desde el principio de mi participación en este trabajo. Nuestro reencuentro fue alegre. Recordamos aquellos primeros días en los que tanteábamos en la oscuridad, discutíamos y debatíamos, tratábamos de poner orden en las muchas ideas que se nos presentaban y lidiábamos con su aplicación práctica. Nos miramos a nosotros mismos en ese entonces y nos reímos, como lo hace uno después de que el tiempo ha reducido lo que alguna vez fue enorme y desalentador a algo pequeño y bastante manejable. Sin embargo, después de unas copas de vino, el tono de voz de mi anfitriona cambió. Ella comenzó a criticar al círculo de practicantes que vivían en ese momento con ella en Shanghai.
“No se toman en serio este trabajo”, se quejó. “Para ellos es un club social. Son perezosos, egocéntricos y poco comunicativos. Uno intenta organizar cualquier actividad, nadie responde, nadie aparece.”
Me quedé sorprendido. Una crítica tan contundente era tanto sorprendente como problemática. Los desacuerdos y diferencias de opinión entre los practicantes eran ciertamente comunes, pero se expresaban mejor con más cautela y discreción; cautela, para permitir la posibilidad de que las observaciones de uno sean quizá subjetivas, y discreción, para permitir que aquellos criticados vean sus fallas y potencialmente cambien. Pero en los comentarios de mi anfitriona había algo más que solo faltas a la etiqueta. Diez años antes, había escuchado a mi anfitriona presentar exactamente las mismas quejas, pero dirigidas a un grupo de personas completamente diferente. Ellos igualmente, no eran serios, inconsistentes y carentes de compromiso. En aquel entonces, siendo joven y nuevo en este trabajo, ingenuamente había tomado sus quejas al pie de la letra. Había creído que ella tenía estándares más altos que el resto de nosotros, estándares con los que no estábamos a la altura. Sin embargo, aquí estaba ella, una década después y en un lugar a miles de kilómetros de distancia, atrapada exactamente en las mismas circunstancias.
“Crees que sólo me estoy quejando», dijo, notando mi reacción de sorpresa. “¿Pero como se puede disculpar la falta de seriedad de ellos y su escasa participación?”
Avaloktesvara | Dinastía Sui, 581 CE-618 CE
Pensé en el motivo por el que mi esposa y yo habíamos venido a visitar Shanghai. El arte budista había alcanzado alturas excepcionales en la China Imperial. Algunas de las esculturas de Bodhisattvas de las dinastías Qi y Sui que habíamos visto durante nuestra visita se miraban tan vivas que parecían respirar cuando estábamos frente a ellas. El budismo, importado de la India, había superado en muchos aspectos a su país de origen. Los artistas chinos habían desarrollado formas de cincelar la roca dura y tosca hasta convertirla en una aparición ligera y viviente.
“Estaba pensando que los Bodhisattvas que hemos visto aquí en Shanghai no nacieron sabios”, respondí finalmente.
“¿Qué quieres decir?”
Conté la historia del fundador del budismo, el príncipe Siddhartha, a quien su padre había encerrado desde su nacimiento en un palacio de lujo y aprendizaje con la esperanza de que nunca encontraría sufrimiento y nunca se sentiría atraído a cuestionar el significado de la vida.
“Imagínate la complejidad de la situación de Siddhartha”, dije. “Durante los primeros treinta años de su vida, crece en un ambiente cerrado y artificial. En efecto, es encarcelado sin saberlo. Su percepción de todo es única para él. Los edificios por los que camina cada día, las interacciones con sus cortesanos, los libros que lee, todas son tergiversaciones de la realidad. ¿Cómo podrá llegar a ver la verdad… a menos que se la señalen?”
La leyenda hace que Siddhartha parezca una desafortunada víctima de un padre dominante. Pero cualquiera que realmente emprenda una agricultura interna pronto descubre la universalidad de esta analogía. Vemos el mundo, no como es, sino como somos. Y como nos llevamos a nosotros mismos a donde quiera que vamos, nuestra interpretación deformada del mundo nos acompaña.
“¿No podría ser esta la razón por la que te encuentras atrapada en la misma situación en la que te encontrabas hace diez años?” Pregunté.
Escapar de cualquier prisión es una tarea compleja y arriesgada. Pero hasta que no nos golpeemos la cabeza contra los barrotes y nos demos cuenta de que estamos encarcelados, ni siquiera es una opción. Por lo tanto, no se pueden evitar las críticas entre los practicantes de este trabajo. El dolor que nuestras críticas pueden causar a nuestros amigos es ese mismo moretón que les abre nuevas posibilidades. Insté a mi anfitriona a tomar mis palabras con calma. Yo era simplemente un viajero de paso agradecido por su hospitalidad. Además (bromeé), ¿no le estaba devolviendo un favor que ella me había hecho muchas veces en aquellos días de formación, cuando había sido tan firme conmigo como con todos los demás?