Cada paso en el desarrollo de BePeriod ha sido una aventura hacia lo desconocido. No existe un plan para establecer este tipo de escuela, pero aun así, algunas cosas quedaron claras desde el principio. Habíamos acumulado un vasto conjunto de conocimientos y métodos para aplicar este conocimiento que no eran conocidos generalmente. Era de esperar que hubieran personas como nosotros que valoraran mucho lo que habíamos aprendido si lo llegaran a conocer; y la amplia disponibilidad de acceso en línea presentaba una oportunidad excepcional para llegar a ellos.

Hace siete años, inspirado por esta necesidad y oportunidad percibida, reuní a un grupo de practicantes dispuestos a enfrentar este desafío.

Inesperadamente, nuestro esfuerzo sufrió un golpe temprano. A uno de los miembros de nuestro grupo, una mujer de unos treinta años, le diagnosticaron cáncer en etapa cuatro. Nuestros planes quedaron a un lado mientras lidiábamos con la dolorosa e innegable realidad de su muerte inminente y permanecimos a su lado durante los últimos meses de su vida.

El deterioro de nuestra amiga fue alarmantemente rápido. Día a día, la mujer activa y vivaz que conocía desde hacía más de una década perdía rápidamente peso, movilidad y energía. Pronto ya no podía hacer nada sola y tuvo que ser vigilada y asistida continuamente. Dividimos esta responsabilidad entre nosotros, y así una tarde me encontré solo con ella en su habitación, mientras ella (a estas alturas terriblemente esquelética) yacía en su cama mirando fijamente al techo.

Existe un tipo particular de espera no gratificante que es exclusiva de los enfermos terminales. En la mayoría de los otros tipos de espera, la carga de tener que esperar se ve al menos aliviada por la expectativa de una recompensa futura que valga la pena, o al menos de una resolución. Pero para los enfermos terminales, la espera representa sólo otro pago hacia el precio infinitamente mayor de morir. Con la mejor de las intenciones, el que acompaña tiene poco con qué consolar y confortar a la persona en esta Vía Dolorosa.

En un momento, mi amiga se volvió hacia mí e hizo un gesto, como si estuviera demasiado débil para hablar. Me estaba pidiendo ayuda para levantarse de su posición reclinada. Ella me dió indicaciones  sobre los pasos para llevar a cabo esta dolorosa tarea: las piernas debían moverse primero, luego el cuerpo giraba, luego el torso se levantaba suave y cuidadosamente, luego los pies bajaban al suelo. De esta manera, después de un proceso que a una persona sana le hubiera tomado unos segundos pero a nosotros nos llevó varios minutos, finalmente estuvo sentada en su cama frente a mí.

Ella exhaló un profundo suspiro y dijo: «Hoy es mejor».

Ella me miró a los ojos y me llamó la atención la vitalidad de su mirada. Vi vida, resistencia e identidad. ¡Aquí estaba la persona que había conocido todos estos años! Aunque el cuerpo se había reducido hasta quedar irreconocible, los ojos seguían siendo los mismos; ella todavía era ella misma.

«Sé quién soy», dijo, «Sé quién eres tú», continuó pensativamente. “No sé qué día de la semana o del mes es. Creo que se la estación del año. Pero ayer…»

Se interrumpió aquí y me dio a entender que ayer ella no sabía ninguno de estos hechos ordinarios, incluido quién era ella. 

No tenía dudas del dolor que estaba experimentando mi amiga. El sonido de sus gemidos se podía escuchar en toda la casa todos los días y era un testimonio de su sufrimiento. Tampoco cabía duda del dolor emocional que implicaba el que ella supiera que muy pronto se alejaría de sus seres queridos. Pero hasta ese momento yo no había considerado el dolor de la desorientación, de perder el contacto con las formas cotidianas que damos por sentado. Qué reconfortante es saber nuestro nombre a primera hora al levantarnos cada mañana, saber con certeza las identidades de quienes nos rodean, saber la fecha, mes y año, y saber el número de nuestro departamento, la calle, ciudad y país donde vivimos. Estas innumerables formas nos otorgan una identidad crucial para nuestro funcionamiento diario y, sin embargo, todas están en préstamo temporal. Una por una, deben ser devueltas a medida que nos acercamos al punto de la muerte. De hecho, su pérdida es en sí misma una muerte tanto como la pérdida de nuestro cuerpo físico.

Presionar firmemente la mano de mi amiga y mirarla con amor fue todo lo que pude ofrecer en respuesta. Ella apretó mi mano a cambio y me devolvió la mirada. Seguimos mirándonos hasta que una ola de cansancio extendió un manto sobre su vitalidad, obligándola a recostarse y descansar.

Este sería nuestro último intercambio. Su declive continuaría de manera constante hasta que, unos días después, nos despertaron a todos por la noche y corrimos a su habitación para presenciar su último aliento. Cuando llegué a su lado, llegué para ayudarla, a consolarla, a darle todo lo que pudiera y, aun así, yo fui el que resultó beneficiado. La mirada vital de mi amiga mirando a través de un cuerpo esquelético ahora quedaría grabada en mi memoria, junto con la verdad invaluable que contenía:

La muerte no es el fin de la vida; es el fin de la forma.